jueves, 26 de septiembre de 2019

Un poco de lo que fuimos hace una eternidad.


¿Sabes? A veces me gustaría llorar en tu pecho lo horrible que es el mundo. Ir a tu encuentro sin cita previa y sentarme frente a tu ventana con la esperanza de que descorrieras tu cortina y, al verme, bajaras en mi auxilio.

Era tan natural emprender entonces rumbo a ninguna parte, hasta que tu insistencia por que me explicara o el peso del dolor que me vencía nos detenía en algún banco. Y tu inacabable paciencia, recostada en el borde de la tarde, se entregaba en silencio a mi incapacidad emocional, que nos secuestraba el verano y nos condenaba al invierno; paladeando la muerte mi agonía cuando tu mirada abisal acababa por desnudarme en plena calle, dejándome sin escapatoria. Y al regresar a casa, mirándome los pies descalzos, Barricada me recordaba que no había tregua.

Ha llovido tanto desde la última tormenta, que he perdido la cuenta de las veces que he querido que estuvieras a mi lado, y todo el tiempo que hace que no me reconozco en alguien que no sea yo. Porque, aunque te quiera, no he dejado de buscarme. Nos alcanzó de improviso en la hilera de plátanos que cobijan Infanta Mercedes. Como de costumbre, nuestra conversación nos tenía secuestradas. Solo un rayo atravesando aquella situación por la mitad hubiera sido capaz de poner fin a nuestra causa y entonces mi advertencia sobre aquella temeridad nos desató una risa espantosa al vernos aguardando la muerte tan jóvenes e inconscientes bajo un platanero. Y huimos en estampida de cristales inocuos y terminamos caladas hasta el tuétano. Como aquel recreo bailando bajo la lluvia en medio de la Remonta, en pleno diciembre y tirantes; recibiendo el cielo con los brazos abiertos ante la reprobación de un mundo del que nunca quisimos formar parte.

Quizá te interese saber que hace poco visité Los Gatos. Dejaron de serlo cuando cada unx encontró su hogar y, de pronto, se convirtieron en el cementerio de un puñado de drogadictxs, donde, muchos años después, fui a llorar, ocasionalmente, alguna de nuestras siete vidas. Nos encontré postradas en el suelo, cualquier atardecer de octubre, después de obviarnos durante horas: tú dispuesta a perdonarme la enésima fuga y el desdén de hacía semanas y yo profundamente arrepentida; tendiéndome tu mano que no dudaba en agarrar con fuerza mientras me rompía en tus ojos. Otra vez, tu frente apoyada en mi hombro, los músculos agarrotados por el frío, el alcohol en las venas, tu aliento desvaneciéndose en medio de aquel imperio que construimos, reducido a cenizas y habitado por fantasmas condenadxs a repetir eternamente su historia.

Por desgracia, la nostalgia no ha conseguido matarme; pero, por lo menos, ya no amenazo a nadie con hacerlo. El tiempo me ha enseñado a curarme sola y a no necesitar a nadie para hacerme daño. Y ahora pienso que si, en 2008, hubiera sospechado que esto era la autosuficiencia, me hubiera querido tirar al vacío que siento hoy a las 3.58 de la mañana. Demasiado tarde, supongo, para lamentar haberme convertido en un muro, siempre a punto de desmoronarse por dentro.